"Geen woning, geen kroning" ("si no tengo una casa, ella no tendrá una corona"). Antoinette Brinkmann recuerda ese grito de guerra. Era 1980. Las cuentas no cerraban en Holanda y el movimiento okupa ventilaba su malestar en la calle. Si la protesta antimonárquica signó la llegada al trono de Beatriz, el respeto y el reconocimiento popular impregnan su abdicación. "Fue una reina muy formal, que se ganó al pueblo con su compromiso democrático. Los holandeses estamos orgullosos de nuestra monarquía", dice Brinkmann, que llegó a Tucumán hace 20 años.
Otro compatriota radicado en la provincia, Tim Pierik, matiza esa apreciación: "pese a que no faltan los que insisten en que se trata de una institución cara y en que un título hereditario es 'antidemocrático', diría que a un 85 o 90% de la población no le molesta la Casa de Orange y que incluso hay un grupo significativo de holandeses que está 'recontra' a favor". Sentado en un banco de la Plaza Independencia, el guía turístico aficionado a la fotografía explica que la monarquía encarna la idea de "lo constante" en un mundo donde todo cambia todo el tiempo: "está más allá de las idas y vueltas de la política, y de la fragilidad de las coaliciones".
Ella y ellos
Aunque escapar a las contingencias terrenales es propio de la realeza, la familia "naranja" (color oficial de la Casa de Orange-Nassau) por lo demás se precia de su bajo perfil. "En Inglaterra, por ejemplo, la reina es sinónimo de tradición y jerarquía. Para nosotros, en cambio, esa figura tiene un significado ceremonial", apunta Brinkmann en inglés para integrar a su sobrino Joeri (se pronuncia "Yuri") en la conversación con LA GACETA.
Esa función protocolar se ha acentuado durante el reinado de Beatriz (sucedió a Juliana, su mamá), según los Brinkmann y Pierik. "La reina antes proponía al encargado de formar el gabinete de Gobierno, ahora se limita a firmar la designación que hacen otros", ejemplifica la mujer nacida en Sevenum, casi en la frontera con Alemania.
"La presidenta Cristina Fernández de Kirchner es infinitamente más poderosa que el monarca y el primer ministro holandés juntos", compara Pierik, que en mayo cumplirá 10 años como residente tucumano. Y añade: "en mi país nadie concentra la mayoría absoluta. La democracia parlamentaria obliga a los partidos políticos a forjar alianzas y consensos de gobierno. Si bien a la o el monarca le corresponde promulgar la ley, también es verdad que este es un acto simbólico en la medida en que la reina ha aceptado siempre la decisión del Parlamento".
El carácter formal que Beatriz imprimió a su rol -en contraposición con el gran protagonismo de otros jefes reales europeos- aparentemente continuará durante la etapa de Guillermo Alejandro, que comienza mañana. Pierik advierte que, en su momento, el príncipe y esposo de Máxima Zorreguieta anunció que no se opondría a recortes de facultades políticas.
Adiós a Mozambique
"Willem-Alexander (tal el nombre del heredero en neerlandés) está muy cerca del ciudadano medio. Nunca hizo demostraciones de poder, quizá porque no lo tiene", razona Joeri Brinkmann, que vino a la provincia adoptiva de su tía para hacer una práctica académica. Según su criterio, un monarca holandés no podría salir indemne de un episodio como la cacería de elefantes en Botsuana que el año pasado abochornó al rey Juan Carlos de España. "La Casa de Orange es demasiado consciente de su posición delicada y de que la opinión pública no toleraría hechos de esa naturaleza", manifiesta el joven.
Ese respeto -o temor- por el juicio del pueblo prevaleció en la decisión de Guillermo Alejandro y Máxima de vender la mansión de veraneo que habían construido en Mozambique, y cuyo precio y costo de manutención resultaban excesivos para un sector del Parlamento. "Ellos argumentaron que habían construido la casa con buenas intenciones y que pretendían contribuir al desarrollo de esa zona de África, pero no convencieron a los críticos (y defensores de la austeridad de la Europa en crisis) y abandonaron el proyecto. En esa ocasión, Guillermo Alejandro dijo que había aprendido que incluso cuando creía hacer el bien, podía estar haciéndolo mal", reflexiona Antoinette Brinkmann. Al igual que en la época del "geen woning, geen kroning", una residencia no fue más importante que el trono.